La historia la escriben los ganadores.
Ley.
No hay aviso previo, o quizás sí. Un paso más, lo de bueno o malo está por decidir, y de repente el abismo, la caída y la certidumbre del magro final.
¿Quién no ha sentido alguna vez, quizás en una atracción de feria, quizás en un sueño angustioso el ávido reclamo de la Tierra? Siempre se convierte, independientemente de la brevedad, en la consciencia del punto final. Porque la gravedad no es una ley, las leyes se pueden quebrar a un precio. La gravedad es una realidad irremisible, y en última instancia una putada.
Ahora, mientras el aire silba el perfil de tus brazos extendidos, no hay escapatoria. El asidero último con el que cuentas es el catálogo de aquello que vuelve a ti. Y percibes, por el tiempo que te queda, que eso es lo único que realmente siempre ha importado. Siempre ha sido lo bueno de las emergencias.
Es el momento de exprimir los segundos, todos y cada uno de ellos, y más que te dieran, paseando tranquilamente por las horas que te han hecho ser quien eres y que, irónicamente, te han traído a la ingravidez. Y si no fuera por este maldito viento, una última lágrima lavaría un surco en tu cara.
De esto tampoco te avisa nadie, escucha atentamente: Para ti, esta vez la gravedad sólo ha sido una ley.
En tus manos tienes tu segunda oportunidad, aprovecha lo aprendido.
Ella.
Tenía ocho, o quizás nueve años, cuando una mañana suave de cielo plomizo y mil matices verdes, la lluvia me saludó de camino a casa para preguntarme si quería jugar con ella. Y sus aguas, inicialmente tímidas, ante mi sonrisa de aquiescencia acudieron en tropel.
Llevaba impermeable, pero no paraguas. Así que con muchas mojaduras ya a mis espaldas y poca prisa por llegar a mi destino, decidí cubrirme bajo un árbol cercano de copa espesa, a esperar a que el agua se calmara un poco antes de continuar la ruta.
Desde mi refugio podía contemplar el sendero que había de llevarme a la chimenea encendida donde me secaría más tarde. Discurría entre prados irregulares, que tenían a unos cincuenta metros otro árbol como el mío, el cual parecía mirarme como si supiera lo que iba a pasar.
Caía una cortina de agua tenue, pero suficiente para conseguir que los perfiles de las formas y los colores se desdibujaran de esa manera que nunca me cansaré de contemplar en los lienzos impresionistas. Entendí entonces a que quería jugar mi amiga, y decidí ser su compañero de juegos.
- "¡Más fuerte!"- le dije con mi pensamiento. Y, atenta como estaba a mis deseos, me hizo caso al instante. Con una pequeña ráfaga de viento la vi crecerse y ocupar el aire que me rodeaba.
Una sonrisa apareció en mis labios y esta vez grité: - "¡Más! !Más fuerte!"-
Ella arreció. Tanto que todo se oscureció ante mí. En muy poco tiempo el paisaje se difuminó de tal forma que no alcanzaba a ver más allá del otro árbol que tenía delante.
Al rato, la imagen pareció detenerse. Las lanzas de agua se pararon en el aire, las hojas dejaron de bailotear mientras eran golpeadas, el viento dejó de sonar. Era el momento de parar.
- "Más suave"- susurré ahora.
Aliviada, mi compañera tomó aire y enseguida volvió a su ritmo jovial del principio, permitiendo que la claridad llenase el espacio que dejaba el agua en retirada.