RSS

Tributo.

Parte indistinguible del paisaje, elementos inmutables e inánimes de un cuadro de orden superior. Así los veía.


Por aquel entonces no era más que un renacuajo salpicado de rascaduras y con cara de travieso, y todos sabemos que la cara es el espejo del alma. Uno a uno aprendí a hundir mis pies en su mórbida piel, mientras mis manos buscaban el siguiente asidero.
Desde sus balconadas de sargazos miraba el verde mundo del que era dueño como lo hacen los niños, ajeno a todo lo que realmente no tenía importancia.


Hoy en día moro en el mundo irreal, donde las cosas no son como son. Pero a veces hasta los adultos somos afortunados y tenemos raptos de lucidez, y durante breves momentos recuperamos la capacidad de captar la esencia de las cosas.

En esta ocasión le tocó a ellos. Los vi una vez más y los reconocí. Esta vez sí. Vivos y locuaces. Parte del paisaje, desde luego, pero como actores principales. De rotunda personalidad, siempre fueron amables y protectores. Cómo el abuelo que disfruta de su nieto.


Cada vez que les vuelva a ver les sonreiré para que en mí reconozcan al niño al que, benevolentes, soportaron y cuidaron. Y ellos me contestarán como siempre, con el entrañable vaivén de sus brazos.

Inercia.

A veces la debilidad que nos suplica continuar caminando es más fuerte que la voluntad que nos obliga a detenernos.

Continuamos, hastiados y exhaustos, aún a sabiendas de que hace tiempo que perdimos la brújula y la radio dejó de responder. Y así, de algún modo, caminamos en círculos visitando los mismos pequeños pueblos una y otra vez, donde encontramos a los mismos ancianos, y algún joven que quedó anclado por miedo o por nostalgia. Ellos, incapaces de emigrar hacia algún lugar más soleado y poblado, y al tiempo felices porque nuestro extravío les garantiza compañía.

Y ya, después de tanto tiempo perdidos, estamos hechos de remiendos, de parches necesarios para que no se nos escape el aire por los rotos que nos vamos haciendo en el camino.

La última carta.

A raiz de un post que he leído en un blog he recordado algo que viene a mi de forma recurrente: El antiguo correo postal, que hoy en día y al menos en el entorno en que me muevo, parece ya exclusivamente dedicado a envíos comerciales y notificaciones de entidades diversas.

En unos años las misivas electrónicas han sustituido casi por completo en el ámbito privado a sus homólogas de papel, cuya vida se puede contar por siglos. Las razones no pueden ser más evidentes: La inmediatez y, una vez se dispone del equipo básico, el bajo coste de las mismas. Y en algún honroso caso, que el papel no dispone de corrector automático.

El hecho de escribir sobre un papel nos hacía ser un poco más reflexivos en tanto a nuestros mensajes. El carácter de la tinta grabada parecía ser menos efímero, y algo más solemne. Además, se convertía en parte del mensaje y transmitía la personalidad de quien lo escribía.

Todas estas elucubraciones me han llevado a intentar recordar cual habría sido la última carta que envié por correo postal.

He de reconocer que el ejercicio me llevó unos minutos. Al principio pensé en que seguramente sería alguna carta enviada a una novia en la distancia. Pero recordé, para mi tristeza, que fue otro ese último correo.

En verano de 2005, haciendo limpieza de un cajón encontré una carta de Peter, un compañero de piso belga de mis tiempos de estudiante. En ella me explicaba detalles de su vida en E.E.U.U. y me enviaba un correo electrónico con el que ponerme en contacto. La había recibido unos años antes, y en aquel momento estaba en la que ha sido una de mis etapas de mayor estrés laboral que pueda recordar. Recuerdo dejarla en aquel cajón con el ánimo de contestar el primer fin de semana libre que tuviera. Y allí se quedó.

Cuando la leí me ilusioné con la posibilidad de retomar el contacto, y escribí un e-mail a aquella dirección. Me vino de vuelta al poco tiempo un mensaje indicando que esa cuenta había sido dada de baja. Como no me rindo fácilmente, decidí buscar en Google su nombre. La búsqueda fue rápida: Me encontré con su esquela, fechada hacía menos de un año.


Me invadió un sentimiento abrumador de pena. Y los mismos recuerdos que me alegraron cuando vi su carta en el cajón, volvían disciplinados para que los contemplara con otra perspectiva del todo diferente. Escribí una carta de pésame a sus padres, en la que incluí las fotos que tenía de él en nuestro piso de estudiantes de Barcelona.

Al cabo de un mes, recibí respuesta de su madre, con fotos de Peter, ya enfermo, antes de fallecer y su hijo de pocos meses. Una preciosidad de crío, nueva vida...

Aquella carta que envié a los padres de Peter fue mi última carta.

Feynman.

Al poco de terminar la carrera, y siguiendo mi línea de aprendiz de todo y maestro de nada, me interesé por la física cuántica. Simplemente quería saber de iba todo aquello, y en mi enseñanza reglada nadie me había dado más que las pinceladas básicas.

Un buen día, dando un paseo por la zona de textos divulgativos de una fantástica librería, hallé un volumen de mecánica cuántica escrito por un tal Richard. P. Feynman. La verdad es que por aquel entonces ni me fijé en ese nombre. Compré el libro y me dediqué a estudiarlo (sin llegar a profundizar tanto como me hubiera gustado, debido a que necesitaba para ello más tiempo del que disponía y más andamiaje teórico del que había recibido) Pero en mi recuerdo quedó la sensación de que estaba escrito de una manera amena y que facilitaba su comprensión. Allí se quedó el tema.

Hace un par de años me encontré en el aeropuerto de Schippol (Amsterdam) a la vuelta de un viaje de trabajo, y sin nada que leer. Tenía un par de horas para coger mi vuelo, y ya me había recorrido las tiendas que me gustan (hay una de gadgets buenísima) Así que me metí en una librería, y en la sección en inglés me encontré con una portada que me llamó la atención. El libro se llamaba: "What do you care what other people think?" (¿Qué le importa lo que piensen los demás?), escrito por un tal Feynman. Ojeé una página al azar, y al cabo de un par de minutos me di cuenta de que estaba enganchado ya a su lectura.

Lo compré, y cuando llegué a casa ya había leído una buena parte del mismo. En él, el propio Feynman relataba vivencias y anécdotas de su vida, y también se incluían los textos de cartas que mantuvo con amigos y colegas suyos. Algunas historias eran divertidísimas, otras más o menos serias, pero todas fueron capaces de cautivarme.

Fue en todos los aspectos un personaje fascinante, divertido, ocurrente, siempre dispuesto a probar nuevas cosas y a aprender de ellas. Era abierto y también tremendamente escéptico, y disponía de un sentido del humor fuera de serie. Como físico es una leyenda, lo sería incluso sin la consideración de que ganó un premio Nobel.

He tenido la suerte de que me han regalado otro libro suyo: "¿Está U.D. de broma, Sr. Feynman?" Y en pocos días lo he devorado casi por completo. Es, como el anterior (que realmente es posterior en su escritura y edición), divertido e interesantísimo. Escrito por el mismo Feynman, en un tono absolutamente desenfadado. En él explica desde como se dedicaba a reventar cajas fuertes ante el estupor de sus compañeros en Los Álamos, cuando trabajaba para el proyecto Manhattan, hasta como ingresó en un grupo de samba en Río de Janeiro, donde aprendió a tocar la 'frigideira', así como sus noches locas en bares de alterne y en Las Vegas, sus experiencias en Japón, o cómo se libró de la mili por 'discapacidad mental'. Y también multitud de anécdotas de toda índole, especialmente en su paso por los centros de investigación más punteros del país (M.I.T., Princeton, Cornell, Caltech...)

Si alguien pasa por aquí y lee esto, y aunque no tenga el más mínimo interés o conocimientos de física, le recomiendo echar un vistazo a este libro. Se quedará prendado del personaje, de este fascinante Feynman, tan lleno de vida y con una filosofía personal tan abrumadora.

Ahora empiezo a estar un poco triste porque me lo estoy acabando. Y aún así no quiero dejar de leerlo lo antes posible, ya que cada página es una pequeña sorpresa.

Desvío en el camino.

Al sonido de un silbato inesperado las razones se agolpan a un lado y al otro de la línea central del juego de la cuerda, miran burlonas al árbitro, y se disponen a tirar. El equilibrio, su maldición.

El calor de la comodidad hace que el pensamiento avance lento y torpe, como si estuviese nadando encerrado en un asfixiante tarro de melaza.

La previsión meteorológica de la ventisca de inseguridades que crea la incertidumbre, y que nuestro hombre del tiempo interior nos pronostica pródigo en ejemplos, hace que mirar la puerta se convierta en un acto de renuencia.

¿Qué recuerdo cuando tras recorrer un camino echo la mirada atrás? ¿Los desvíos que tomé, o los que preferí esquivar?

Como en las cosas más pequeñas conocidas, la propia observación modifica el estado del sistema. Ya nada será igual, algo ha cambiado. Veremos que más cambia.