A raiz de un post que he leído en un blog he recordado algo que viene a mi de forma recurrente: El antiguo correo postal, que hoy en día y al menos en el entorno en que me muevo, parece ya exclusivamente dedicado a envíos comerciales y notificaciones de entidades diversas.
En unos años las misivas electrónicas han sustituido casi por completo en el ámbito privado a sus homólogas de papel, cuya vida se puede contar por siglos. Las razones no pueden ser más evidentes: La inmediatez y, una vez se dispone del equipo básico, el bajo coste de las mismas. Y en algún honroso caso, que el papel no dispone de corrector automático.
El hecho de escribir sobre un papel nos hacía ser un poco más reflexivos en tanto a nuestros mensajes. El carácter de la tinta grabada parecía ser menos efímero, y algo más solemne. Además, se convertía en parte del mensaje y transmitía la personalidad de quien lo escribía.
Todas estas elucubraciones me han llevado a intentar recordar cual habría sido la última carta que envié por correo postal.
He de reconocer que el ejercicio me llevó unos minutos. Al principio pensé en que seguramente sería alguna carta enviada a una novia en la distancia. Pero recordé, para mi tristeza, que fue otro ese último correo.
En verano de 2005, haciendo limpieza de un cajón encontré una carta de Peter, un compañero de piso belga de mis tiempos de estudiante. En ella me explicaba detalles de su vida en E.E.U.U. y me enviaba un correo electrónico con el que ponerme en contacto. La había recibido unos años antes, y en aquel momento estaba en la que ha sido una de mis etapas de mayor estrés laboral que pueda recordar. Recuerdo dejarla en aquel cajón con el ánimo de contestar el primer fin de semana libre que tuviera. Y allí se quedó.
Cuando la leí me ilusioné con la posibilidad de retomar el contacto, y escribí un e-mail a aquella dirección. Me vino de vuelta al poco tiempo un mensaje indicando que esa cuenta había sido dada de baja. Como no me rindo fácilmente, decidí buscar en Google su nombre. La búsqueda fue rápida: Me encontré con su esquela, fechada hacía menos de un año.
Me invadió un sentimiento abrumador de pena. Y los mismos recuerdos que me alegraron cuando vi su carta en el cajón, volvían disciplinados para que los contemplara con otra perspectiva del todo diferente. Escribí una carta de pésame a sus padres, en la que incluí las fotos que tenía de él en nuestro piso de estudiantes de Barcelona.
Al cabo de un mes, recibí respuesta de su madre, con fotos de Peter, ya enfermo, antes de fallecer y su hijo de pocos meses. Una preciosidad de crío, nueva vida...
2 comentarios:
Hola,
Gracias por compartir ese recuerdo, aunque sea inmensamente triste. El reencuentro con nuestros recuerdos es muchas veces fortuito. Eso sucede muy a menudo con las cartas (de papel) las fotos (impresas) y todo aquello que deja huella indeleble.
Hoy en día teclear varias frases y hacer fotos sólo tardan varios clicks, pero su esencia, efímera, nos impide recrearnos en los recuerdos.
Me gusta muchísimo tu blog por cierto.
Muchísimas gracis por tu comentario, Dorothy Y también por el piropo a mi blog. A mi ego se le ha puesto una sonrisa de oreja a oreja. ;-D
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