Por aquel entonces debía tener algo así como veinticinco. Viajaba por los pueblos de la isla, y los días de mercado exponía la mercancía. Cada temporada cambiaba el género desde hacía cuatro años. Empecé con ropa, después comida, en esta ocasión útiles de cocina, más adelante serían otras cosas. Ya me entendéis, lo que pudiera conseguir a mejor precio.
Aquel día estaba ordenando la mercancía después de que un escuálido pelotón de señoras repasaran todo el arsenal por segunda vez para no comprar nada. Trajinaba con la cabeza gacha, cuando escuché su voz por primera vez.
-Oye, tú. ¿Qué vendes?
Alcé la vista desde detrás del carro y, situada a contraluz -como los buenos cazadores-, vi una mujer que parecía rondar los cuarentaypocos. Alta, bien proporcionada. Llevaba un vestido fresco de lino estampado, de tal suerte que su cuerpo se me antojó el caballete de una acuarela pintada un verano de sol, casas encaladas y hortensias. No estaba delgada, tampoco le sobraba nada. Morena, ojos negros como mi camisa, piel clara y moteada, rasgos fuertes, hermosos, y voz de mando. Y desde la escasa distancia desde la que me hablaba llegaba la mezcla de perfume a magnolia y el propio olor de su piel.
- Cuchillos, señora, vendo cuchillos.
- Entiendo. ¿Y... No vendes nada más?
- No. - Me encogí de hombros y contesté extrañado.
- ¿Y a ti mismo, no te vendes?
- Venderme, no me vendo. Pero a veces me regalo.
Sonrió sin enseñar los dientes, frunció la mirada, y dijo: - Entonces me dejarás invitarte a una copa.-
- De acuerdo, si me deja pagar a mi la primera.
...
En la mesa de la taberna, un hombre explicaba esta historia mientras los demás callaban y escuchaban con envidia y reverencia.
Regalo.
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