La madera ladró, el hierro maulló, y los ojos tuvieron que esforzarse ante el cambio de luz.
El sol, frío y brillante, bajaba como una barra de bombero inclinada, sostenida en lo alto por el hueco que dejan las tejas rotas, y que apoyaba el pie en una charca de sargazos. A su alrededor, oscuridad a medias y recuerdos en suspensión.
Y el aire se acercó, y me concedió una vez más el derecho de escuchar los olores de todos ellos.
Todos ellos.
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