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La niña del fusil.



En mi sueño, uno de esos sueños lúcidos que tengo a veces, me encontré con una niña que llevaba un fusil. Ella era una cría, y el fusil era una de esas armas que, por paradójico que suene, son hermosas. Precisa, potente, y compleja. Hecha por un maestro armero experto y artesano, que no escatima detalles para hacer no sólo un instrumento, si no también una obra de arte.

En mi sueño he visto a la niña cuidar su arma, con pasión y diligencia. Porque sabía que ese arma era una joya, y porque ese arma era tan parte de ella como sus manos o sus piernas.

La niña, que había llevado siempre encima el fusil, estaba tan acostumbrada a él que sabía limpiarlo y manejarlo con destreza. Y sobre todo, sabía lo que pesaba, y a menudo se quejaba de lo agotador que era llevarlo. Pero el fusil se fundía con su carne y con su alma, hasta tal punto que no se podía amputar. Ambos eran uno.

En mi sueño me acerqué a hablar con ella. He de reconocer que el arma llamó mi atención, no se ve un ejemplar así cada día.

Trabamos amistad enseguida, y estuvimos conversando durante un buen rato. Me habló de muchas cosas, y entre ellas de las maravillas que podía hacer con aquel rifle. Podía cazar piezas fantásticas a gran distancia. Podía defenderse. Podía incluso ganarse el sustento como tiradora a sueldo.

 Hablaba con la mirada franca que tienen las personas buenas. Y con ella me explicó lo complicada que es la vida de alguien que va armado siempre. Mucha gente se sentía intimidada en su presencia. También me contó cómo en alguna ocasión, al encarar el arma hacia alguien, unas veces jugando y otras en un gesto instintivo de defensa debido a un movimiento o un ruido no controlado en su entorno, ésta se disparó por la presión del dedo nervioso sobre el gatillo. A veces alcanzando a gente conocida, a veces a gente querida. Me dijo, con el rostro sereno de quien lo ha vivido más de una vez, que cuando se dispara ese arma siempre encuentra un blanco.

En mi sueño continuamos charlando, relajados. Y como el sueño duró más de una noche, nos volvimos a encontrar de vez en cuando. Unas veces más cerca, otras más lejos.

La última noche que soñé con ella tuve un escalofrío y estornudé en su presencia, maldito el momento. Fue uno de esos estornudos bruscos y estruendosos.  Y, antes de que acabara mi espasmo, oí el estampido. Lo primero que vi al apartar las manos de mi cara fue su rostro y como se borraba toda expresión de él, vi el cañón humeante en sus manos rígidas, y vi cómo mis intestinos comenzaban a brotar por la herida.

Ella enmudeció, dio media vuelta, y se dirigió con paso tranquilo en dirección contraria mientras yo intentaba contener la evisceración.