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El ala que falta.




El ala que falta no es la de la cicatriz que recorre el flanco derecho de tu espalda.

No, esa estuvo ahí. Con ella volaste y con ella te perdiste. Y fue sacrificada por un buen motivo.

El ala que falta es un misterio, no sabemos si algún día eclosionará para volver a hacer de ti un ángel con una sola ala. Pero si eso sucede será para dejarte otro costurón.

Y esta vez, tendrás que llevarla con la mano.


Imagen: (Scala & Kolacny Brothers's "One-Winged Angel")

Quiero cerrar los ojos.

Para verte con el resto de los sentidos.

Agua.

Toda cuanta me rodea: ríos; presas; charcas y demás, es salada.

Únicamente me es potable el agua dulce del Mar.

Lluvia.

El tiempo apacible me pilló llegando al portal. En días así sólo deseo que amaine la calma y pronto vuelvan a llover colillas encendidas.

Desgracia y consuelo.

Por un instante pensé que mi desgracia consistía en no poder dar título a los libros. Más tarde entendí que mi consuelo se hallaba en el exilio de mi propio sueño.

Sólo una calle.



Hoy sólo una calle.

Podrían ser muchas, pero en mi recuerdo cuentan como una sola.

Un camino al fin y al cabo, flanqueado por puertas.

En una de tantas te ofrecerán, entre gárgolas y negros implantes vestigiales, un riquísimo pastel que nunca le darías a tu hijo.

En otra te invitará a entrar un enano con macrocefalia, que blande con rigor su sonrisa sin principio petrificada en una mueca sin fin.

Algo más allá, llegarás a un lugar en dónde unos pésimos tahures intentarán colarte burdamente una sota por una reina al menor despiste. Alguien tendría que advertirles de que la artritis -neuronal- te inhabilita para ser trilero.

Sigue caminando, y al final de la calle reconocerás el restaurante dónde en su palco con forma de fuente circular se contempla cada noche un desfile de esperpentos horrorosos, hermosos, deformes, informes, contrahechos, re-hechos, interesantes e hipnotizantes. Mientras, por cena, se degusta un simple bocadillo al tiempo que los sommeliers monoverbales presentan constantemente lo más granado de su bodega de cervezas calientes.

Y si buscas un poco, hasta encontrarás en un rincón un prognático enfundado en una bata blanca. Es un buen hombre, y estará dispuesto a reír contigo un rato para librarse de la pesadilla que le ha intentado contagiar la insomne que vino antes que tú.


Parece la Tienda de los Horrores. ¿Verdad?

Pues mira dos veces, porque es el paraíso.

Confesión.


Flotaban solitarios en el mar abierto, muy lejos de la tierra firme, cuando ella moduló el silencio con voz tenue.

- Tengo que decirte algo.

- ¿De qué se trata?

- Soy un hada.

Fué en ese momento cuando él, sin apartar la mirada, ubicó la constelación de Casiopea. Y su boca curvó una leve sonrisa.

-Ya lo sabía, ten en cuenta que soy un brujo.

Fuego.

Mientras avanzaba por la orilla con la antorcha en la mano, la fortuna me presentó a Dylan Thomas.


Siempre me ha costado asimilar las casualidades, así que le miré asombrado. Y él, a sabiendas de ello, se limitó a sonreír burlón.


Como es un espíritu inquieto, y ante todo un espíritu, no perdió el tiempo: Trazó un gesto amplio con su brazo para invitarme a ver como se materializaba un partenón de ceniza tras de mí, y acto seguido repitió con sorna sus palabras.

- "When one burns one's bridges..."








Ya pronto sólo me quedará sentarme con su fantasma a mi lado, para escuchar absorto el resplandor sobre el agua. Al fin y al cabo nunca hemos dicho que no a un buen espectáculo. Será el momento de musitar de nuevo sus palabras:


- "...what a very nice fire it makes!"


Al alba me desentumeceré, me despediré de él brindando con una cerveza, y calentaré mi espalda con los rescoldos.


Sinastría

De la voz impresa del astromántico, llegó la confirmación de lo que ya era ciencia cierta desde que la gitana escribió aquella entrada, tan anticipada, en el dietario de lo improbable.


A ella no le sorprendió, pues era creyente. A él sí, porque también lo era.

Astronauta.

El astronauta, si bien ignorante en asuntos botánicos, descubrió una mala hierba mientras paseaba atento por la cara oculta de la luna.

Definición.

clamor.

(Del lat. clamor, -ōris).


1. m. Grito o voz que se profiere con vigor y esfuerzo.

2. m. Certidumbre del cubo de que sólo estará completo en compañía de la esfera.

3. m. El llanto de un ángel que, hastiado de recorrer solo el nuevo mundo, ansía descubrir el Viejo Continente.

4. tr. Al alba, contemplar el nacimiento de una nueva luna.

5. tr. Juego feliz y despreocupado entre hermanos en un bosque de viejos robles.

La historia la escriben los ganadores.

-"¡Ven conmigo!" -dijo el amante a la princesa, mientras aleteaba con la izquierda para refrescarla en aquella noche canicular- "Juntos huiremos de tanta mentira e insidia. Y no tendrás que casarte con el imbécil ése, cuya sangre y riqueza tu padre tanto ansía. Mucha armadura, mucho caballo y mucha lanza, pero no deja de ser un matón. Y además, no le quieres."

La princesa dio un tirón a la sábana con un golpe de muñeca, como intentando mover su pesado cuerpo a pesar de la banalidad del gesto. Había previsto una y mil veces esas palabras, y había trazado tantos planes como pecas se contaban en su cara. Apagó su cigarrillo, reprimió una sonrisa y dijo:

- "No digas tonterías. Mi padre se pondrá hecho una fiera. Y el Caballero es un sádico al que no le hace falta más que una excusa para darte una paliza. Esto no podría acabar bien, y lo sabes."

Pero la princesa tenía tantas ganas de fugarse como su amante, y cada noche en la que ocasionalmente salía a cabalgar con él, una nueva escama de prudencia se desprendía de su piel.

Así pasaron los días, hasta que la lluviosa madrugada de un veintitrés de abril ambos partieron en un deportivo que escupía fuego. No pararon hasta bien entrada la noche, en una posada solitaria y alejada, que se encontraba en un puerto de montaña.

El caballero, que había sido alertado por los servicios de seguridad, los sorprendió mientras retozaban en su escondrijo. A él lo mató en aquella misma habitación, sin una palabra, sin una oportunidad, como quien aplasta a una mosca. A ella, no hizo falta más que una mirada para helarle la sangre, y la visión de su amante agonizando para quebrar su voluntad hasta el final de sus días.

Los periódicos del reino, publicaron la noticia a bombo y platillo al día siguiente:

"Caballero rescata a Princesa de Dragón que la mantenía secuestrada, resultando el saurio muerto en el lance. Ella, prendada de él, se promete en matrimonio. Los esponsales se celebrarán inmediatamente."

Ley.

No hay aviso previo, o quizás sí. Un paso más, lo de bueno o malo está por decidir, y de repente el abismo, la caída y la certidumbre del magro final.

¿Quién no ha sentido alguna vez, quizás en una atracción de feria, quizás en un sueño angustioso el ávido reclamo de la Tierra? Siempre se convierte, independientemente de la brevedad, en la consciencia del punto final. Porque la gravedad no es una ley, las leyes se pueden quebrar a un precio. La gravedad es una realidad irremisible, y en última instancia una putada.

Ahora, mientras el aire silba el perfil de tus brazos extendidos, no hay escapatoria. El asidero último con el que cuentas es el catálogo de aquello que vuelve a ti. Y percibes, por el tiempo que te queda, que eso es lo único que realmente siempre ha importado. Siempre ha sido lo bueno de las emergencias.

Es el momento de exprimir los segundos, todos y cada uno de ellos, y más que te dieran, paseando tranquilamente por las horas que te han hecho ser quien eres y que, irónicamente, te han traído a la ingravidez. Y si no fuera por este maldito viento, una última lágrima lavaría un surco en tu cara.

De esto tampoco te avisa nadie, escucha atentamente: Para ti, esta vez la gravedad sólo ha sido una ley.

En tus manos tienes tu segunda oportunidad, aprovecha lo aprendido.

Ella.

Tenía ocho, o quizás nueve años, cuando una mañana suave de cielo plomizo y mil matices verdes, la lluvia me saludó de camino a casa para preguntarme si quería jugar con ella. Y sus aguas, inicialmente tímidas, ante mi sonrisa de aquiescencia acudieron en tropel.

Llevaba impermeable, pero no paraguas. Así que con muchas mojaduras ya a mis espaldas y poca prisa por llegar a mi destino, decidí cubrirme bajo un árbol cercano de copa espesa, a esperar a que el agua se calmara un poco antes de continuar la ruta.

Desde mi refugio podía contemplar el sendero que había de llevarme a la chimenea encendida donde me secaría más tarde. Discurría entre prados irregulares, que tenían a unos cincuenta metros otro árbol como el mío, el cual parecía mirarme como si supiera lo que iba a pasar.

Caía una cortina de agua tenue, pero suficiente para conseguir que los perfiles de las formas y los colores se desdibujaran de esa manera que nunca me cansaré de contemplar en los lienzos impresionistas. Entendí entonces a que quería jugar mi amiga, y decidí ser su compañero de juegos.

- "¡Más fuerte!"- le dije con mi pensamiento. Y, atenta como estaba a mis deseos, me hizo caso al instante. Con una pequeña ráfaga de viento la vi crecerse y ocupar el aire que me rodeaba.

Una sonrisa apareció en mis labios y esta vez grité: - "¡Más! !Más fuerte!"-

Ella arreció. Tanto que todo se oscureció ante mí. En muy poco tiempo el paisaje se difuminó de tal forma que no alcanzaba a ver más allá del otro árbol que tenía delante.

Al rato, la imagen pareció detenerse. Las lanzas de agua se pararon en el aire, las hojas dejaron de bailotear mientras eran golpeadas, el viento dejó de sonar. Era el momento de parar.

- "Más suave"- susurré ahora.

Aliviada, mi compañera tomó aire y enseguida volvió a su ritmo jovial del principio, permitiendo que la claridad llenase el espacio que dejaba el agua en retirada.


Poco a poco, como a quien le cuesta marcharse de un lugar donde se encuentra a gusto, se fue despidiendo de mí por aquel día. 

Continué el regreso a casa por el camino embarrado, envuelto por el olor a tierra mojada y acompañado por el sonido de las gotas que caían desde las hojas, dispuesto a volver a jugar con ella siempre que quisiera.

El fin de la tregua.

La tregua ha acabado, y yo soy el capitán que arengará a los que van a correr.

Ya no habrá más paseos indolentes a plena luz del sol, ni más canciones de aliento ebrio bajo el brillo de la luna, y yo soy el sargento que bramará las órdenes mientras la metralla silba entre sus hombres.

Es momento de decir adiós al silencio que produce la ausencia de plomo y pólvora, y yo soy el soldado de ojos vacíos que saltará de la trinchera para cargar con la bayoneta calada, mientras grita para no oír su propio miedo.

Ya no hay marcha atrás, y soy el corneta maldito, de frente húmeda y manos temblorosas, al que le ha tocado en suerte anunciar el asalto que marca el fin de la tregua.

En estas horas previas todos nosotros bajamos la mirada, y dejamos que nuestra carne, tan permeable a la angustia como a la munición, se empape del tosco licor del valor de cuento infantil, que nos ayudará a enfrentarnos de nuevo a nosotros mismos.

La tregua ha acabado.

Mar.

Si hay algo que todavía conservo fresco en ese atestado frigorífico que es mi memoria, es la sensación que experimenté la primera noche en que me perdí.

De pequeño solía pasar mucho tiempo en la casa de mis abuelos. Ésta se encuentra ubicada en una pequeña aldea al lado de una carretera que entonces se consideraba concurrida, pero por la que no pasaban demasiados coches bajo cualquier consideración actual. Y donde, como hablamos de hace tiempo -no en vano ya tengo unos cuantos años-, no había ni alumbrado público.

Alguien, quizás mi abuelo o mi abuela, no recuerdo muy bien quien, me pidió que hiciera alguna cosa, tampoco recuerdo muy bien cual, que requería salir al patio exterior que tenía la casa. Probablemente fuera llevarle algo de comida a los canes. Alguna de esas sencillas tareas que se le encomiendan a los niños, para que se sientan útiles y vayan asumiendo pequeñas responsabilidades.

Era ya de noche, y con toda seguridad una noche veraniega, por el tiempo que duró mi extravío, y por que no me hubieran hecho el encargo a aquella edad si hiciera frío, que allí las noches de invierno los grajos vuelan a ras de suelo.

Al cerrar la puerta de la casa tras de mí, y cuando sólo me separaban unos escasos veinte metros de finiquitar mi misión, miré hacia arriba.

Lo recuerdo perfectamente, con tal intensidad que aún hoy puedo cerrar los ojos y volverlo a ver. Un acerico de terciopelo negro sobre el cual estaban clavados miles y miles de alfileres brillantes. Había tantas estrellas, que no se acababan nunca. Allá donde miraba encontraba más, y entre las que había visto, más todavía. Mis ojos viajaban de unas a otras sin poder encontrar un pedazo de cielo en el que no descubriera una luz brillante. Unas más grandes, otras más pequeñas, las había que titilaban, de vez en cuando alguna insinuaba cierta tinción. Y, recorriendo la bóveda celeste de un lado a otro, un manto espeso que tiempo después supe que era la Vía Láctea.

Quien me viera podría pensar que estaba inerte, embelesado, y con la mirada perdida en el firmamento. Pero en realidad estaba cayendo a ese Mar que había sobre mí.

Y así estuve flotando, completamente extraviado, en las estáticas aguas del Mar. Navegando de un centelleante archipiélago a otro, durante lo que me pareció un instante, y que tiempo después supe que había sido casi un cuarto de hora. Hasta que me vino a rescatar la voz de mi abuela, procedente del interior de la casa: 

- "¡A cenar!"

Una vez dentro, me preguntaron: 

- "¿Cómo has tardado tanto?"

Aún con la visión del Mar de Estrellas en mi retina sólo acerté a contestar: 

- "Me he perdido"

Tributo.

Parte indistinguible del paisaje, elementos inmutables e inánimes de un cuadro de orden superior. Así los veía.


Por aquel entonces no era más que un renacuajo salpicado de rascaduras y con cara de travieso, y todos sabemos que la cara es el espejo del alma. Uno a uno aprendí a hundir mis pies en su mórbida piel, mientras mis manos buscaban el siguiente asidero.
Desde sus balconadas de sargazos miraba el verde mundo del que era dueño como lo hacen los niños, ajeno a todo lo que realmente no tenía importancia.


Hoy en día moro en el mundo irreal, donde las cosas no son como son. Pero a veces hasta los adultos somos afortunados y tenemos raptos de lucidez, y durante breves momentos recuperamos la capacidad de captar la esencia de las cosas.

En esta ocasión le tocó a ellos. Los vi una vez más y los reconocí. Esta vez sí. Vivos y locuaces. Parte del paisaje, desde luego, pero como actores principales. De rotunda personalidad, siempre fueron amables y protectores. Cómo el abuelo que disfruta de su nieto.


Cada vez que les vuelva a ver les sonreiré para que en mí reconozcan al niño al que, benevolentes, soportaron y cuidaron. Y ellos me contestarán como siempre, con el entrañable vaivén de sus brazos.

Inercia.

A veces la debilidad que nos suplica continuar caminando es más fuerte que la voluntad que nos obliga a detenernos.

Continuamos, hastiados y exhaustos, aún a sabiendas de que hace tiempo que perdimos la brújula y la radio dejó de responder. Y así, de algún modo, caminamos en círculos visitando los mismos pequeños pueblos una y otra vez, donde encontramos a los mismos ancianos, y algún joven que quedó anclado por miedo o por nostalgia. Ellos, incapaces de emigrar hacia algún lugar más soleado y poblado, y al tiempo felices porque nuestro extravío les garantiza compañía.

Y ya, después de tanto tiempo perdidos, estamos hechos de remiendos, de parches necesarios para que no se nos escape el aire por los rotos que nos vamos haciendo en el camino.

La última carta.

A raiz de un post que he leído en un blog he recordado algo que viene a mi de forma recurrente: El antiguo correo postal, que hoy en día y al menos en el entorno en que me muevo, parece ya exclusivamente dedicado a envíos comerciales y notificaciones de entidades diversas.

En unos años las misivas electrónicas han sustituido casi por completo en el ámbito privado a sus homólogas de papel, cuya vida se puede contar por siglos. Las razones no pueden ser más evidentes: La inmediatez y, una vez se dispone del equipo básico, el bajo coste de las mismas. Y en algún honroso caso, que el papel no dispone de corrector automático.

El hecho de escribir sobre un papel nos hacía ser un poco más reflexivos en tanto a nuestros mensajes. El carácter de la tinta grabada parecía ser menos efímero, y algo más solemne. Además, se convertía en parte del mensaje y transmitía la personalidad de quien lo escribía.

Todas estas elucubraciones me han llevado a intentar recordar cual habría sido la última carta que envié por correo postal.

He de reconocer que el ejercicio me llevó unos minutos. Al principio pensé en que seguramente sería alguna carta enviada a una novia en la distancia. Pero recordé, para mi tristeza, que fue otro ese último correo.

En verano de 2005, haciendo limpieza de un cajón encontré una carta de Peter, un compañero de piso belga de mis tiempos de estudiante. En ella me explicaba detalles de su vida en E.E.U.U. y me enviaba un correo electrónico con el que ponerme en contacto. La había recibido unos años antes, y en aquel momento estaba en la que ha sido una de mis etapas de mayor estrés laboral que pueda recordar. Recuerdo dejarla en aquel cajón con el ánimo de contestar el primer fin de semana libre que tuviera. Y allí se quedó.

Cuando la leí me ilusioné con la posibilidad de retomar el contacto, y escribí un e-mail a aquella dirección. Me vino de vuelta al poco tiempo un mensaje indicando que esa cuenta había sido dada de baja. Como no me rindo fácilmente, decidí buscar en Google su nombre. La búsqueda fue rápida: Me encontré con su esquela, fechada hacía menos de un año.


Me invadió un sentimiento abrumador de pena. Y los mismos recuerdos que me alegraron cuando vi su carta en el cajón, volvían disciplinados para que los contemplara con otra perspectiva del todo diferente. Escribí una carta de pésame a sus padres, en la que incluí las fotos que tenía de él en nuestro piso de estudiantes de Barcelona.

Al cabo de un mes, recibí respuesta de su madre, con fotos de Peter, ya enfermo, antes de fallecer y su hijo de pocos meses. Una preciosidad de crío, nueva vida...

Aquella carta que envié a los padres de Peter fue mi última carta.

Feynman.

Al poco de terminar la carrera, y siguiendo mi línea de aprendiz de todo y maestro de nada, me interesé por la física cuántica. Simplemente quería saber de iba todo aquello, y en mi enseñanza reglada nadie me había dado más que las pinceladas básicas.

Un buen día, dando un paseo por la zona de textos divulgativos de una fantástica librería, hallé un volumen de mecánica cuántica escrito por un tal Richard. P. Feynman. La verdad es que por aquel entonces ni me fijé en ese nombre. Compré el libro y me dediqué a estudiarlo (sin llegar a profundizar tanto como me hubiera gustado, debido a que necesitaba para ello más tiempo del que disponía y más andamiaje teórico del que había recibido) Pero en mi recuerdo quedó la sensación de que estaba escrito de una manera amena y que facilitaba su comprensión. Allí se quedó el tema.

Hace un par de años me encontré en el aeropuerto de Schippol (Amsterdam) a la vuelta de un viaje de trabajo, y sin nada que leer. Tenía un par de horas para coger mi vuelo, y ya me había recorrido las tiendas que me gustan (hay una de gadgets buenísima) Así que me metí en una librería, y en la sección en inglés me encontré con una portada que me llamó la atención. El libro se llamaba: "What do you care what other people think?" (¿Qué le importa lo que piensen los demás?), escrito por un tal Feynman. Ojeé una página al azar, y al cabo de un par de minutos me di cuenta de que estaba enganchado ya a su lectura.

Lo compré, y cuando llegué a casa ya había leído una buena parte del mismo. En él, el propio Feynman relataba vivencias y anécdotas de su vida, y también se incluían los textos de cartas que mantuvo con amigos y colegas suyos. Algunas historias eran divertidísimas, otras más o menos serias, pero todas fueron capaces de cautivarme.

Fue en todos los aspectos un personaje fascinante, divertido, ocurrente, siempre dispuesto a probar nuevas cosas y a aprender de ellas. Era abierto y también tremendamente escéptico, y disponía de un sentido del humor fuera de serie. Como físico es una leyenda, lo sería incluso sin la consideración de que ganó un premio Nobel.

He tenido la suerte de que me han regalado otro libro suyo: "¿Está U.D. de broma, Sr. Feynman?" Y en pocos días lo he devorado casi por completo. Es, como el anterior (que realmente es posterior en su escritura y edición), divertido e interesantísimo. Escrito por el mismo Feynman, en un tono absolutamente desenfadado. En él explica desde como se dedicaba a reventar cajas fuertes ante el estupor de sus compañeros en Los Álamos, cuando trabajaba para el proyecto Manhattan, hasta como ingresó en un grupo de samba en Río de Janeiro, donde aprendió a tocar la 'frigideira', así como sus noches locas en bares de alterne y en Las Vegas, sus experiencias en Japón, o cómo se libró de la mili por 'discapacidad mental'. Y también multitud de anécdotas de toda índole, especialmente en su paso por los centros de investigación más punteros del país (M.I.T., Princeton, Cornell, Caltech...)

Si alguien pasa por aquí y lee esto, y aunque no tenga el más mínimo interés o conocimientos de física, le recomiendo echar un vistazo a este libro. Se quedará prendado del personaje, de este fascinante Feynman, tan lleno de vida y con una filosofía personal tan abrumadora.

Ahora empiezo a estar un poco triste porque me lo estoy acabando. Y aún así no quiero dejar de leerlo lo antes posible, ya que cada página es una pequeña sorpresa.

Desvío en el camino.

Al sonido de un silbato inesperado las razones se agolpan a un lado y al otro de la línea central del juego de la cuerda, miran burlonas al árbitro, y se disponen a tirar. El equilibrio, su maldición.

El calor de la comodidad hace que el pensamiento avance lento y torpe, como si estuviese nadando encerrado en un asfixiante tarro de melaza.

La previsión meteorológica de la ventisca de inseguridades que crea la incertidumbre, y que nuestro hombre del tiempo interior nos pronostica pródigo en ejemplos, hace que mirar la puerta se convierta en un acto de renuencia.

¿Qué recuerdo cuando tras recorrer un camino echo la mirada atrás? ¿Los desvíos que tomé, o los que preferí esquivar?

Como en las cosas más pequeñas conocidas, la propia observación modifica el estado del sistema. Ya nada será igual, algo ha cambiado. Veremos que más cambia.

Desmesura.



Otra de esas noticias que me hace pensar que hay algo equivocado con nuestro sistema de justicia en general, y con la psique de algunas personas en particular:


El fiscal pide 18 meses de cárcel para un mendigo por robar media barra de pan.


Francamente, no sé mucho de leyes ni de nuestro sistema judicial. Pero considero que hay que tener muy pocos escrúpulos para solicitar una larga pena, nada mas y nada menos que año y medio de cárcel, para una persona que se hizo sin pagar con media barra de pan por el caricaturesco procedimiento de tirar de ella, mientras la dependienta tiraba por el otro extremo. Por mucho que eso se considere robo con violencia, que también es para pensárselo.

¿Piensa realmente el señor fiscal que, en caso de producirse una condena con la pena que él solicita, ésta se ajusta a la gravedad del delito cometido? ¿El hecho de pasar un año y medio tras los barrotes rehabilitará a ese hombre y le quitará las ganas de robar una barra de pan cuando vuelva a pasar hambre?

¿Pediría ese fiscal penas acordes cuando se trate de delitos económicos de guante blanco? Una barra de pan cuesta más o menos un euro. ¿Que pena tiene que recibir un ejecutivo que provoca un desfalco de, digamos por ejemplo, 100 millones de euros?

Sinceramente, me asusta que alguien así pueda trabajar como funcionario público en un cargo tan importante como la fiscalía. Pero me preocupa quizás más el que esta noticia salga a la luz y nadie piense en revisar nada.

Sentido del humor.


Aznar considera la victoria de Barak Obama un "exotismo histórico" y un "previsible desastre económico".


¡A diferencia de la de George Bush, sí señor!