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El fin de la tregua.

La tregua ha acabado, y yo soy el capitán que arengará a los que van a correr.

Ya no habrá más paseos indolentes a plena luz del sol, ni más canciones de aliento ebrio bajo el brillo de la luna, y yo soy el sargento que bramará las órdenes mientras la metralla silba entre sus hombres.

Es momento de decir adiós al silencio que produce la ausencia de plomo y pólvora, y yo soy el soldado de ojos vacíos que saltará de la trinchera para cargar con la bayoneta calada, mientras grita para no oír su propio miedo.

Ya no hay marcha atrás, y soy el corneta maldito, de frente húmeda y manos temblorosas, al que le ha tocado en suerte anunciar el asalto que marca el fin de la tregua.

En estas horas previas todos nosotros bajamos la mirada, y dejamos que nuestra carne, tan permeable a la angustia como a la munición, se empape del tosco licor del valor de cuento infantil, que nos ayudará a enfrentarnos de nuevo a nosotros mismos.

La tregua ha acabado.

Mar.

Si hay algo que todavía conservo fresco en ese atestado frigorífico que es mi memoria, es la sensación que experimenté la primera noche en que me perdí.

De pequeño solía pasar mucho tiempo en la casa de mis abuelos. Ésta se encuentra ubicada en una pequeña aldea al lado de una carretera que entonces se consideraba concurrida, pero por la que no pasaban demasiados coches bajo cualquier consideración actual. Y donde, como hablamos de hace tiempo -no en vano ya tengo unos cuantos años-, no había ni alumbrado público.

Alguien, quizás mi abuelo o mi abuela, no recuerdo muy bien quien, me pidió que hiciera alguna cosa, tampoco recuerdo muy bien cual, que requería salir al patio exterior que tenía la casa. Probablemente fuera llevarle algo de comida a los canes. Alguna de esas sencillas tareas que se le encomiendan a los niños, para que se sientan útiles y vayan asumiendo pequeñas responsabilidades.

Era ya de noche, y con toda seguridad una noche veraniega, por el tiempo que duró mi extravío, y por que no me hubieran hecho el encargo a aquella edad si hiciera frío, que allí las noches de invierno los grajos vuelan a ras de suelo.

Al cerrar la puerta de la casa tras de mí, y cuando sólo me separaban unos escasos veinte metros de finiquitar mi misión, miré hacia arriba.

Lo recuerdo perfectamente, con tal intensidad que aún hoy puedo cerrar los ojos y volverlo a ver. Un acerico de terciopelo negro sobre el cual estaban clavados miles y miles de alfileres brillantes. Había tantas estrellas, que no se acababan nunca. Allá donde miraba encontraba más, y entre las que había visto, más todavía. Mis ojos viajaban de unas a otras sin poder encontrar un pedazo de cielo en el que no descubriera una luz brillante. Unas más grandes, otras más pequeñas, las había que titilaban, de vez en cuando alguna insinuaba cierta tinción. Y, recorriendo la bóveda celeste de un lado a otro, un manto espeso que tiempo después supe que era la Vía Láctea.

Quien me viera podría pensar que estaba inerte, embelesado, y con la mirada perdida en el firmamento. Pero en realidad estaba cayendo a ese Mar que había sobre mí.

Y así estuve flotando, completamente extraviado, en las estáticas aguas del Mar. Navegando de un centelleante archipiélago a otro, durante lo que me pareció un instante, y que tiempo después supe que había sido casi un cuarto de hora. Hasta que me vino a rescatar la voz de mi abuela, procedente del interior de la casa: 

- "¡A cenar!"

Una vez dentro, me preguntaron: 

- "¿Cómo has tardado tanto?"

Aún con la visión del Mar de Estrellas en mi retina sólo acerté a contestar: 

- "Me he perdido"